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Lecciones de este curso político
De los gobiernos del cambio al programa contra las oligarquías

Se le atribuye a Einstein la frase de que la definición de locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando un resultado diferente. El error fundacional de esta legislatura fue suponer que bastaba con reeditar la fórmula anterior. El Acuerdo de Coalición se presentó como una prórroga, “cuatro años más de izquierda”, cuando en realidad ni la mayoría era la misma ni los actores implicados compartían horizonte. Esa lectura equivocada ha marcado el curso político que cierra este verano, que deja lecciones fundamentales para el espacio a la izquierda del PSOE.
Primero lo más evidente: estamos ante una coalición inestable que sobrevive entre chantajes cruzados, relatos agotados y una maquinaria institucional que exige otras formas de intervención. La agenda transformadora no ha muerto, pero ya no puede sobrevivir en los marcos que la vieron nacer. En particular, la introducción del gasto militar adicional —sin menoscabar la postura valiente de nuestro país frente a Trump y el consenso de la OTAN— supone de facto una cancelación de los mecanismos habituales de un acuerdo de coalición. Esa realidad debe asumirse sin matices, pero también sin entregarse a la derrota. Es imperativo preparar a la sociedad para enfrentar a una nueva configuración del poder oligárquico, donde el capital financiero, las plataformas digitales y los sectores estratégicos capturados por intereses privados dictan las condiciones materiales de vida. Y hacerlo con una ética de victoria que convierta los logros parciales en plataforma para una transformación más profunda.
Estar en el gobierno, pero no de la misma manera
El punto de partida de esta nueva fase debe ser claro: el ciclo que abrió el cambio municipal de 2015 no puede repetirse ni gestionarse en piloto automático. Aquellos gobiernos surgieron como reacción a una década de austeridad impuesta. Lo consiguieron: revirtieron recortes, protegieron servicios públicos, canalizaron inversión hacia las mayorías. Sin esa ruptura inicial —sin la presión de las mareas ciudadanas, del 15M, de las huelgas generales y de los espacios del cambio municipalista— habría sido impensable el escudo social que protegió a millones de personas durante la pandemia, las subidas del salario mínimo y las pensiones, la aprobación de un Ingreso Mínimo Vital, los PERTE industriales que empiezan a marcar un giro en la política productiva del país, o una reforma laboral que recuperó el equilibrio de fuerzas en el mercado de trabajo. Esa gestión de la crisis del COVID —lejos de seguir el guion de los recortes impuestos en 2008— fue la constatación de que otra salida era posible, y que las recetas neoliberales no eran inevitables. Pero nada de eso surgió de tomar el cielo por asalto: fue el resultado de años de acumulación social, de consenso y conflicto político y de una presión constante desde fuera y dentro de las instituciones. Por eso, más que intentar repetir fórmulas ya caducas, este nuevo ciclo debe preguntarse: ¿para qué sirvió esa victoria? ¿Qué tareas siguen pendientes? ¿Y cómo se reorganiza una izquierda que ya no gestiona la salida de una crisis, sino que debe preparar a la sociedad para enfrentar a las élites extractivas que acumulan renta y riqueza?
La tarea de la izquierda hoy no puede ser simplemente gestionar mejor. Hay que volver a señalar al adversario con nombre y apellido: las viejas y nuevas oligarquías que gobiernan desde las cúpulas financieras, los algoritmos y las grandes plataformas. Porque si no se reparte poder, si no se democratiza la economía, la corrupción y la captura de lo público —también en el PSOE— seguirán apareciendo como síntomas de una enfermedad más profunda: un Estado incapaz de controlar a quienes realmente mandan. Por eso la izquierda no puede conformarse con administrar. El nuevo ciclo exige confrontar. Y en esa disputa hay pistas de cómo hacerlo. Las acciones de la inspección de consumo contra gigantes como Ryanair, Airbnb o las prácticas abusivas de las tecnológicas no son anécdotas administrativas: son golpes estratégicos que marcan un límite al poder neofeudal de las multinacionales. Pequeñas victorias frente a grandes que no están acostumbrados a perder. Son la expresión de una nueva dignidad de las clases trabajadoras, que tras soportar las crisis han demostrado que su instinto supo orientar una recuperación económica con mejor sentido que de Guindos, el BCE o el FMI. Su sacrificio merece mucho más: acceso a derechos sociales de calidad, poder económico y un Estado que no se pliegue, sino que actúe como instrumento de democratización.
Por eso urge una revisión del relato de legislatura. No se trata de competir en eficacia con el PSOE —una batalla desigual, siempre inclinada a favor del actor central del Gobierno— sino de cambiar el marco de lo que se valora como “gestión”. No hay que subestimar lo conseguido: tras décadas en las que cada crisis empeoraba las condiciones de los más vulnerables, la salida de la pandemia ha revertido esa tendencia. Pero sin una narrativa que los sitúe como parte de un proyecto de país, estos avances corren el riesgo de diluirse en la estadística. Hace falta una política que no sólo gobierne, sino que construya relato, antagonismo y comunidad. En ese marco, no deja de ser irónico que la hipótesis fundacional del Podemos actual partiera precisamente del hecho de que sus principales referentes, como Irene Montero o Ione Belarra, supuestamente fuesen “vetadas” de puestos en el gobierno. Hoy, esa dirección plantea como salida política abandonar las instituciones. ¿En qué quedamos? ¿Era un problema de representación o de proyecto? Otra frase popular nos dice que hacer lo opuesto a la locura no implica cordura, sino también estar loco. Esto es, pasar de querer una coalición a cualquier precio, al rechazo de toda institucionalidad hasta no alcanzar una mayoría por separado.
El debate es legítimo, pero convendría recordarlo: las instituciones son un medio, como lo son los partidos, las coaliciones o la unidad de la izquierda. El fin es cambiar las cosas en favor de las clases trabajadoras y sus familias. Más si tenemos en cuenta el espectro de un posible gobierno Feijóo-Abascal, que tiene en Trump un modelo perfecto para desmantelar derechos y libertades. Si internalizamos de una vez por todas que todavía no hemos perdido, que no podemos dejarles las llaves de la Moncloa, la educación y la sanidad pública ¿cómo los combatimos?
El Estado como campo de batalla
Cabe recordarlo: esta legislatura ha demostrado con crudeza que el Estado no es un instrumento, es un campo de disputa constante. Y eso requiere algo más que acuerdos: requiere asumir conflictos, construir mayoría y estar dispuestos a dar batallas. Lo importante no es sólo el destino de cada ley, sino el marco desde el que se disputa. Es decir: este ciclo no se mide en cantidad de medidas aprobadas, sino en capacidad de obligar a los demás a retratarse. Forzar votaciones clave aunque se pierdan puede tener más valor que la acumulación de pequeños éxitos invisibles. Una derrota bien narrada puede valer más que una victoria. Esto es especialmente urgente cuando se analiza el retroceso sufrido tras las elecciones autonómicas y locales. Por ejemplo: la entrada en vigor de la Ley de Vivienda coincidió con la pérdida masiva de gobiernos municipales y autonómicos, reduciendo al mínimo la capacidad de desplegar una de las herramientas más ambiciosas de la legislatura. Pero incluso en ese contexto se puede abrir una brecha: la posibilidad de declarar zonas tensionadas y forzar regulaciones del alquiler existe, pero los gobiernos de derecha se niegan a defender el derecho a una vivienda digna. Reivindicar lo que se hizo, pero sobre todo lo que aún se puede hacer y lo que la derecha obstaculiza, es vital para no entregar ese campo sin pelear.
Esa lógica de confrontación clara, aunque no siempre ganadora en el corto plazo, fue precisamente la que permitió al thatcherismo consolidarse como alternativa real en el Reino Unido. A comienzos de los años 70, Margaret Thatcher era una figura marginal, ridiculizada incluso dentro de su propio partido, y sus ideas económicas parecían excesivas en un país acostumbrado al consenso keynesiano de posguerra. Pero supo interpretar el hastío social frente al continuismo del laborismo —incapaz de ofrecer salidas al estancamiento económico y la pérdida de hegemonía británica— y convertir su radicalidad en horizonte. Mientras los gobiernos de Wilson y Callaghan intentaban administrar la decadencia, ella se dedicó a construir una narrativa alternativa, coherente, polarizadora, capaz de interpelar incluso a sectores populares. En 1979 llegó su momento, no por una suma de gestos pragmáticos, sino porque supo confrontar con claridad. Hay lecciones útiles que extraer de esa experiencia: sin conflicto, no hay desplazamiento del sentido común. Y sin sentido común propio, no hay transformación posible.
Al mismo tiempo, hay que situar esta disputa en el contexto histórico actual. Hoy, el conflicto central no es solo con el oponente parlamentario, sino con un bloque oligárquico que fusiona la tendencia monopolística vinculada al capitalismo sin control, con las nuevas capacidades tecnológicas de los gigantes digitales y sus aliados en sectores como la energía, la industria militar o la banca. Lo han explicado con claridad Astra Taylor y Naomi Klein. En España, esto se traduce en oligopolios fósiles que frenan la transición energética, fondos buitre que encarecen el alquiler, plataformas de alquiler turístico que expulsan a los vecinos de sus barrios, algoritmos de Uber o Glovo que degradan el trabajo. Frente a estos abusos, en Mazón o Ayuso ya se perfila una derecha que no hará nada para protegernos ante las vulnerabilidades, sino que aprovechará el expolio del Estado para prosperar en el desastre y la antipolítica.
Así, el marco de los derechos sociales y humanos no es ni una banalidad ni una aspiración utópica, sino punto de partida para cualquier proyecto de transformación. Hacer cumplir la ley ya sería una forma de ruptura con el orden establecido. Aplicar de forma efectiva el derecho internacional en Palestina implica señalar y sancionar los crímenes de guerra cometidos por Israel, frente a la complicidad o el silencio de buena parte de las élites europeas. Cumplir la ley de vivienda supone enfrentarse a inmobiliarias abusivas, fondos buitre y plataformas especulativas que vulneran derechos básicos con total impunidad. Hacer valer la normativa laboral implica multiplicar las inspecciones de trabajo y cerrar la puerta a la explotación cotidiana que sufren los jóvenes y migrantes. En un país donde tantas leyes han sido letra muerta, gobernar con la ley en la mano puede ser una revolución silenciosa. Y esa experiencia de legalidad efectiva, de derechos reales y no solo formales, es lo que puede animar a millones de posibles simpatizantes a desear y exigir más: no solo cumplimiento, sino expansión del Estado social, profundización democrática y redistribución real del poder económico.
La tarea de la izquierda no es regular. Frente al empobrecimiento de condiciones y derechos, hay que reclamar una política industrial autónoma, con sectores estratégicos bajo control público, gestionados en interés de los contribuyentes, pero protegidos frente al cortoplacismo político. La corrupción que aflora en el PSOE —como antes lo hizo en el PP— es el síntoma de un modelo de poder económico no democratizado. Hay que romper ese ciclo con instituciones fuertes y blindadas, que respondan ante los ciudadanos y no ante los grandes empresarios y potenciales corruptores. Desde el análisis marxista clásico hasta estudios ortodoxos como los de Daron Acemoglu, se ha sostenido que las élites extractivas no solo concentran riqueza, sino que impiden el despliegue de todo el potencial productivo de la sociedad. Monopolizan innovaciones que podrían mejorar la vida de la mayoría, bloqueando su difusión cuando amenazan su posición dominante. En un contexto de crisis ecológica, esas dinámicas no solo son injustas: son suicidas. La planificación democrática de la economía no es un lujo ideológico, sino una necesidad histórica.
Esa tarea no puede abordarse en clave exclusivamente nacional. Fuera de nuestro país tenemos una responsabilidad: demostrar que es posible otra forma de gobernar en un continente donde el neoliberalismo ha colapsado, pero aún no ha sido reemplazado. Frente al autoritarismo descarnado de Trump, Milei, Le Pen o Meloni —que intercambian estrategias, fondos y legitimidad mutua—, hace falta una internacional democrática que articule respuestas sociales a escala europea y global. España puede ser vanguardia si consolida un modelo que refuerce el poder adquisitivo de las clases trabajadoras, frene el expolio de lo público, defienda los derechos fundamentales y lidere la transición ecológica sin dejar a nadie atrás. No se trata solo de resistir, sino de convencer: de mostrar que las políticas redistributivas no solo son justas, sino eficaces. Que se puede gobernar para la mayoría sin depender de las oligarquías. Y para ello necesitamos aliados, redes, complicidades. Internacionalizar la esperanza con la misma intensidad con la que la extrema derecha internacionaliza el miedo.
Es ahí donde aparece una paradoja reveladora. En España se viralizan los discursos de Zohran Mamdani, se celebran sus intervenciones y su victoria en las primarias de Nueva York como señales de que otro tipo de política es posible. Y, sin embargo, Mamdani y su equipo matarían por ocupar la posición institucional, cultural y mediática que tiene hoy la izquierda española. Se nos olvidó que aquí ya tuvimos victorias. Aquí hemos logrado lo que muchos en la izquierda global solo imaginan: incidir en los grandes consensos de país, influir en la política exterior, condicionar los marcos del debate público. Hoy, cualquier proyecto mínimamente digno en España pasa por reconocer lo logrado al imponer la agenda anti-austeridad, la defensa activa de los servicios públicos y una política exterior soberana y comprometida. Todo eso es fruto de la presión sostenida de la izquierda. Lo que falta no es tanto poder como una ética de la victoria. Una conciencia serena de que, incluso si se cumpliera íntegramente el Acuerdo de Coalición, no bastaría para ofrecer a las clases trabajadoras lo que realmente merecen. Y precisamente por eso nos miran desde fuera como un símbolo: no por lo que somos ya, sino por lo que podríamos llegar a ser si dejamos de pedir perdón por existir.
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