- Veletas y Señales
- Posts
- ¿La política es la paz o la política de la paz?
¿La política es la paz o la política de la paz?
Frente al estéril conflicto identitario, cultivar lo que nos une: plantear una estrategia política para la paz y en favor de la mayoría social europea
El impulso para crear este blog surgió, en parte, tras leer Against "if I were king" politics de Chris Dillow. En su artículo, Dillow distingue entre proclamar objetivos políticos deseables y hacer política real para alcanzarlos. Su premisa es clara: existen políticas razonables —como promover la paz, limitar el influjo de los multimillonarios en la política, fortalecer regulaciones ambientales, defender la inmigración o redistribuir la riqueza— que no se implementan. ¿La razón? No es la estupidez de los gobiernos, sino los incentivos que los atan a los intereses de una élite económica, o los desincentivos para actuar en favor de la mayoría.
Esta es una crítica frontal a la política como "carta a los Reyes Magos". El problema no es la escasez de ideas, sino la falta de poder para materializarlas. La política no es un ejercicio racional de selección de propuestas óptimas, sino un campo de fuerzas donde medios, corporaciones y fortunas individuales ejercen influencia decisiva. No se trata de convencer, sino de desplazar ese poder. Históricamente, los sindicatos y el temor al comunismo equilibraron la balanza hacia la socialdemocracia. Con la caída del bloque soviético y el declive sindical, ese contrapeso se esfumó. El neoliberalismo triunfó, aunque no sin resistencias. El verdadero desafío no es identificar buenas políticas, sino construir las estructuras que las hagan viables. Sin poder, la política se reduce a un juego de salón o a fantasear con "si yo fuera rey".

También entre los belicistas abundan los generales de salón o juego de estrategia.
Este mismo enfoque aplica al debate sobre la defensa en Europa. ¿Es ingenuo desear el fin de los conflictos dentro y fuera de nuestras fronteras? En absoluto. No se cuestiona el anhelo legítimo de paz —intrínseco al proyecto europeo, a la ONU y a los movimientos sociales—, sino la falta de una estrategia para alcanzarla en el contexto actual.
La realidad es esta: una UE con la izquierda en minoría, negociaciones a tres bandas sin Bruselas, un acercamiento entre Putin y Trump, élites militares y económicas europeas desorientadas, y una opinión pública dividida entre el miedo y el belicismo. Si la paz es un objetivo político —no solo un deseo—, exige una estrategia para materializarse en este escenario. Sin instituciones con poder para impulsar una política exterior autónoma, sin reconfigurar los intereses económicos atados al complejo militar-industrial y sin movilización social que presione por alternativas, la demanda de paz queda en eslogan vacío. Rechazar el rearme no basta; hay que construir las condiciones políticas para viabilizar la diplomacia y la seguridad colectiva. De lo contrario, seguiremos jugando a ser reyes en una fantasía.
Esta brecha entre objetivos y capacidad no es exclusiva de la izquierda. La política exterior neoconservadora de George W. Bush cayó en la misma trampa: creer que enunciar principios —como "expandir la democracia en Oriente Medio"— bastaba para imponerlos. La invasión de Irak (2003) partió de la ilusión de que derrocar a Sadam Husein desencadenaría una ola democratizadora. El resultado fue el colapso del Estado iraquí, una guerra sectaria y el auge del Estado Islámico. El error no fue solo la falta de planificación posbélica, sino la arrogancia de ignorar la necesidad de condiciones sociales y políticas previas.
Frente al engañoso eje belicismo/pacifismo que algunos actores intentan imponer, existe otro más honesto entre los que se limitan a enunciar su deseo por la paz y los que buscan desarrollar un programa para alcanzarla. El primer eje parte al progresismo prácticamente por la mitad. El segundo eje, sin embargo, deja a los que escriben cartas a los Reyes Magos en minoría. En la izquierda, existe mayor consenso del que se piensa una vez se subraya la necesidad de una estrategia para la paz. Para explorar esto, partamos de uno de los artículos más compartidos en redes por el eje “pacifista”.
La paz como camino o el camino a la paz
Desde la humillación a Zelenski en la Casa Blanca, el continente europeo ha entrado en estado de pánico generalizado. La administración Trump básicamente confirmaba estar en un proceso activo de desmantelamiento de las garantías de seguridad y política exterior estadounidense desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En las últimas semanas, Bruselas y sus contrapartes en países miembros de la UE han comenzado a agitar porcentajes y esgrimir planes en torno a la nueva agenda Rearm, recibida con un grado variable de entusiasmo.
En el lado más escéptico al rearme, una perspectiva ha tenido influencia en el debate en la izquierda: los artículos de Olga Rodríguez en eldiario.es, “Defender los intereses de Europa implica entender qué quieren EEUU y Rusia” y “Pensar en el pueblo ucraniano es pensar alternativas a la guerra y el rearme”. En los mismos, se afirma que el plan de rearme europeo prolonga décadas de existencia subsidiaria a los intereses estadounidenses.
En el primer artículo, Rodríguez destaca que desde el fin de la Guerra Fría, la expansión de las fronteras OTAN hacia Rusia habría incumplido el compromiso occidental. Para corroborarlo, se cita a varias figuras de autoridad en política exterior estadounidense que vieron el riesgo que entrañaba ampliar la Alianza con el beneplácito de la UE. Y se enlaza con el unilateralismo “neocon” del último cuarto de siglo, que habría motivado la degradación del derecho internacional mucho antes de la agresión rusa, al servicio de la industria de guerra.
La tesis del artículo es que, frente a la espiral belicista, hay que:
construir mecanismos que refuercen la democracia y el Parlamento europeo, la diplomacia, la negociación, la búsqueda de intereses compartidos, el respeto mutuo y el derecho internacional, frente a la imposición de la guerra y del rearme, que facilitan más impunidad. En ese sentido, es necesario analizar con honestidad los riesgos del belicismo, priorizar los intereses propios frente a las presiones externas, ampliar vínculos de buena vecindad y estrechar relaciones comerciales con otras naciones
Destaco esta cita en concreto porque, en contraste con otras llamadas a la paz, está planteando un programa. Es decir, rechaza la escalada militar y sugiere como alternativa la democratización de la UE, el fortalecimiento del derecho internacional, priorizar, tras un análisis de las necesidades, los intereses europeos frente a los de otros bloques y alcanzar acuerdos de intercambio comercial para reemplazar las relaciones quebradas con Rusia y/o EE. UU (no se especifica si la autonomía es frente al segundo solamente, o también incluye al primero).
En su segundo artículo, Rodríguez añade otras propuestas específicas para la UE:
Europa podría intentar convertirse en un actor de paz, negociar de forma autónoma con todos los actores posibles e idear propuestas alternativas al militarismo, empezando por mecanismos que refuercen dinámicas de diálogo y negociación. Esto incluye una reforma de Naciones Unidas, la revisión del sistema de voto y veto en el Consejo de Seguridad de la ONU y alianzas internacionales que den espacio a la acción política.
Este llamado a reforzar los organismos internacionales, mejorando su participación y la capacidad de construir alianzas entre bloques seguramente esté respaldado por una mayoría progresista. Es un programa claro y no simplemente una ristra de peticiones.
Sin embargo, hay otros elementos que podríamos considerar menos propios de un programa. Son las menciones a la diplomacia, la negociación, el respeto mutuo o la buena vecindad. ¿Qué implican exactamente? Casi ningún actor internacional, ya sea Rusia, Ucrania o EE. UU., afirmaría despreciar la diplomacia o respeto mutuo con sus vecinos (con la excepción, quizá, de Israel). Aislados de esta forma, más que un programa, estos elementos suponen una enunciación de metas.
Aquí viene el problema principal que adelantábamos al inicio: algunos actores de izquierda se quedan solamente el espíritu de estos elementos, resumidos en la enunciación identitaria del deseo de paz. En sus intervenciones, llaman a la “paz” en repetidas veces contra la espiral belicista. Pero, como hemos comentado respecto a la diplomacia o la buena vecindad, ¿no es la paz algo deseable por todos los actores internacionales? Invasor e invadido desean paz, claro, pero no en los mismos términos. Y la paz tampoco no es un método en sí mismo (a pesar del eslogan Gandhiano), sino un objetivo, que presumiblemente llega mediante un programa como el que se expone en el artículo arriba. Sin un programa razonado, la exigencia de paz se asimila automáticamente con una posición moral “pacifista”.
Yendo más lejos, algunos instrumentalizan esta identidad para dinámicas amigo-enemigo, afirmando que quien quede fuera de sus iniciativas es contrario a la paz (en la práctica, más del 90% del arco parlamentario). Esto elimina toda ambigüedad o apertura a encontrarse en medidas puntuales con otros grupos, de forma casi tautológica: nosotros queremos la paz, si no estás con nosotros, quieres la guerra. Y viceversa. Algunos ejemplos de esta dinámica: los dirigentes de Podemos han acusado a Sánchez de “lamer las botas” a Trump. Por supuesto, es una afirmación absurda: es poco probable que Trump tenga en buen lugar un Gobierno que ha reconocido a Palestina y cuya orientación, con sus límites materiales, es netamente progresista en lo discursivo. De hecho, el mismo Sánchez es tomado por tibio en Europa: solo hay que leer las críticas que ha recibido por tratar de flexibilizar el gasto para la ciberseguridad u otros aspectos no estrictamente militares.
Cualquiera es libre de pensar que se puede rechazar cualquier concesión y desmantelar la OTAN, reformar el sistema de Naciones Unidas, reorientar la Unión Europea, calmar los miedos de Europa oriental, reemplazar las tecnologías estadounidenses, y construir alianzas con otros bloques geopolíticos; partiendo además con un 5% o un 10% del voto en uno de los 27 países de la UE. Es legítimo fijar la paz como meta y tildar a los que queden fuera como señores de la guerra, pero solo si se acompaña de un programa para lograrlo. Ese segundo elemento aún queda pendiente, más allá del enunciado.
¿Cuál es la alternativa para alcanzar la paz? Hacer política.
Hacer política para la paz es el camino
El enfoque de Rodríguez —con su énfasis en el derecho internacional, la autonomía estratégica y las alianzas Sur Global— es valioso, pero tiene un límite: la "paz" como principio abstracto no basta para construir mayorías en un escenario de guerra real y narrativas mediáticas binarias. Los medios generalistas reducen el debate a preguntas trampa ("¿OTAN sí o no?", "¿más gasto militar o recortes sociales?"), mientras que ciertos sectores de la izquierda caen en dicotomías igualmente estériles: o se rechaza cualquier política de defensa o supuestamente se acepta el militarismo sin crítica.
Por otro lado, hay una serie de elementos demarcados por Rodríguez y por gran parte de la izquierda escéptica hacia el rearme que resumen eficazmente lo que ha conformado la política exterior pacifista desde la Guerra Fría:
Fortalecer la democracia europea y el derecho internacional.
Priorizar intereses propios frente a presiones externas.
Tejer alianzas comerciales y de vecindad con otros bloques, especialmente en el Sur Global, para reducir dependencias.
Redundarían, sin duda, en un mundo más pacífico. Pero es que además son factibles de generar consenso ciudadano más allá del 10%, del 25% e incluso del 50%, especialmente en países del Sur de Europa más contrarios a la movilización militar. En un mundo marcado por la competencia entre bloques, la militarización creciente y la crisis climática, la izquierda enfrenta un dilema: resignarse a la irrelevancia o reinventar su estrategia para incidir en el cambio geopolítico. Solo mediante la creatividad política y la construcción de coaliciones amplias —tanto dentro como fuera de Europa— se podrá impulsar una agenda de paz, justicia y soberanía colectiva. El pacifismo no es una utopía, sino una tradición con herramientas concretas.
¿Cuál puede ser una estrategia para lograr la agenda de máximos en este contexto tan complicado? La ambigüedad deliberada: no como vacilación, sino como táctica para evitar cerrojos ideológicos y abrir espacios de negociación. En lugar de definir posiciones rígidas de antemano para las que no tiene capacidad de incidencia, la izquierda puede actuar en tres sentidos claros:
Frenar decisiones impulsivas (como aumentos automáticos de gasto militar sin contrapartidas sociales o democráticas).
Desplazar el debate de las preguntas cerradas ("¿armas a Ucrania?") hacia problemas estructurales: "¿Cómo financiamos una defensa europea sin austeridad?", "¿Cómo garantizamos seguridad energética sin depender de fósiles —ni de EE.UU. ni de Rusia—?".
Buscar puntos de coincidencia con actores no tradicionales: desde sindicatos de la industria verde hasta movimientos por la transparencia tecnológica, pasando por países del Sur Global interesados en multipolaridad.
Como ejemplo práctico, la izquierda podría exigir que cualquier inversión en defensa europea vaya ligada a tres condiciones:
Fondos mancomunados (no nacionales), financiados con tasas a fortunas y transacciones especulativas.
Vínculo legal con la transición ecológica (ej.: fabricar baterías en lugar de tanques).
Mecanismos de control democrático (evitando que la política de seguridad sea un coto cerrado de diplomáticos y generales).
Centrarse en repuestos, reparaciones y material no letal, enfatizando ante todo la protección civil.
Esta ambigüedad táctica no es capitulación: es un puente para ir acumulando fuerzas. Como muestran las citas iniciales, hay elementos —autonomía tecnológica, fiscalidad justa, alianzas Sur Global— que ya tienen apoyo transversal. La tarea es ensamblarlos en un relato que evite callejones sin salida y convoque a quienes, hoy, ni se reconocen en el pacifismo ingenuo ni en el atlantismo belicista. La paz no será decreto, sino resultado de una arquitectura institucional alternativa. Y eso requiere ganar tiempo, aliados y poder real. De esto han hablado varios artículos recientes en la materia.
En primer lugar, y como sugiere Jorge Tamames en El Orden Mundial, la clave está en enmarcar estas propuestas como bienes públicos: igual que durante la pandemia se rompieron dogmas para mutualizar la deuda y financiar la sanidad, hoy es posible hacerlo con la seguridad —entendida no como militarismo, sino como resiliencia energética, industrial y social—.
El precedente de la lucha contra el covid-19 sirve como ejemplo. Como hace cinco años con la sanidad, hoy Europa necesita abordar su defensa como un bien público. Eso supone emitir deuda común y programas de inversión para establecer una seguridad europea con perspectiva amplia, sin descuidar sus componente industrial, energético, ni socioeconómico. La UE debería aprovechar la ocasión para desarrollar sus capacidades recaudatorias. Un primer paso podría consistir en confiscar reservas rusas en el exterior, gravar la actividad de oligarcas estadounidenses y establecer impuestos propios al patrimonio de multimillonarios europeos.
En segundo lugar, la crisis climática y la geopolítica son dos caras de una misma moneda. La lucha por recursos escasos alimenta conflictos, pero también puede ser el motor de una transición ecológica democratizadora. Como indica Francesc Miralles en eldiario.es, si la izquierda logra vincular la defensa de lo público con la innovación tecnológica abierta —y con una política industrial verde—, puede ofrecer un modelo de soberanía que reduzca dependencias y evite la lógica depredadora del "suma cero".
Vista así, la crisis climática y la seguridad son dos caras del mismo problema. La lucha por recursos escasos –hoy, minerales y tierras raras– alimenta los conflictos y refuerza la militarización. La única alternativa realista es una estrategia de defensa que integre la transición ecológica como prioridad estructural, haciendo de las renovables y el acceso a la tecnología un pilar fundamental de un problema que es esencialmente planetario. Si estas tecnologías quedan en manos de monopolios privados o bloques geopolíticos, el mundo seguirá operando bajo una lógica de suma cero. En cambio, fomentar tecnologías de código abierto y libre acceso puede garantizar un ecosistema tecnológico más diverso y reducir dependencias. DeepSeek en inteligencia artificial o BlueSky en redes sociales demuestran que es posible construir alternativas abiertas a los oligopolios tecnológicos.
En tercer lugar, hay una oportunidad para demoler los dogmas neoliberales. El falso dilema entre "acero o mantequilla" (defensa o bienestar) es una trampa ideológica. Como demostró la pandemia —y antes el "whatever it takes" del BCE—, los recursos existen cuando hay voluntad política. La izquierda debe exigir que la financiación de una Europa soberana recaiga sobre quienes concentran la riqueza: tasas a las transacciones financieras (Tobin), impuestos a grandes fortunas y confiscación de activos oligárquicos (como las reservas rusas en Occidente). Como señala Juan Manuel Zaragoza en El Cuaderno, la batalla no es técnica, sino política: ¿quién paga la transición y quién la controla?
Y es aquí donde muchos de nuestros compañeros y compañeras están haciendo hincapié: en la incompatibilidad de dichos esfuerzos. O, expresado de otra forma: si construimos tanques no habrá dinero para combatir la pobreza infantil. Esto es totalmente falso. Del «whatever it takes» de Draghi en 2012 a las lecciones que aprendimos durante la pandemia, sabemos que existen los resortes necesarios para hacer «lo que sea necesario». Basta con que Europa se libere de los grilletes autoimpuestos de la «ortodoxia financiera» impuesta en la respuesta austericida a la crisis de 2008. La posibilidad de poner en marcha herramientas de financiación mancomunadas —una de las principales demandas durante la crisis de 2012— se ha puesto ya sobre la mesa, aunque sea de forma «experimental». Y deberíamos dar pasos para crear una tasa Tobin única sobre transacciones financieras y otra para las grandes fortunas. Existen las herramientas, por lo que solo podríamos explicar un escenario de «acero o mantequilla» por la voluntad política de las élites europeas. Y este es, precisamente, el lugar donde debemos dar la batalla.
Finalmente, como apuntaba Lluís Camprubí en su blog, el peor error sería que la izquierda se encierre en el "no a todo" —ya sea por ingenuidad pacifista o por miedo a contaminarse—. Como advierten los textos, la soberanía europea pasa por la energía y la defensa, pero estas no deben dejarse en manos de los halcones. La izquierda debe disputar su orientación:
Defensa sí, pero disuasoria y bajo control democrático (no un juguete de los gobiernos nacionales).
Transición ecológica acelerada como antídoto contra el chantaje de los autoritarismos (Putin, Trump o los mercados).
Legitimación ciudadana, evitando que las decisiones se tomen en salones tecnocráticos.
La condición de posibilidad para una Europa soberana recae en la defensa y la energía. Ambos pilares son importantes: construir una defensa europea integral y con todas las capacidades (de orientación defensiva -nadie está pensando en atacar a Rusia- pero con plenas capacidades disuasorias) y una transformación verde para ser libres del chantaje autoritario, sea de Putin o de Trump. Acelerar la transición ecológica y la desvinculación de los combustibles fósiles es pues un imperativo geopolítico. Lo peor que pueden hacer las izquierdas es auto-arrinconarse sea vía avestruz o vía decir no a todo. Es necesario que sean un actor importante en el diseño y configuración de esa defensa europea. No todos los debates son de técnica-militar, de hecho los más importantes son de naturaleza y conflicto político: qué orientación le damos (debería ser defensiva, integral y disuasoria); quién lo financia (en un contexto de incertidumbres y precariedades vitales, de inseguridades y desigualdades económicas intra-país crecientes, deberían ser los sectores más privilegiados quién asuman el coste principal); y cómo se legitima democráticamente (o establecemos desde su inicio fuertes mecanismos de fiscalización democrática comunitaria, o prevalecerá la tentación intergubernamental y la capacidad de veto de los estados).
El momento exige audacia. La izquierda debe tejer alianzas inéditas —con movimientos verdes, sindicatos, sectores tecnológicos críticos y países del Sur Global— para redefinir las reglas del juego. No se trata de imitar el poder blando progresista de los años 90, sino de construir un contrapoder transformador que vincule justicia social, paz y sostenibilidad. Como enseñan escritos recientes, las herramientas existen; falta la coalición que las active. La pregunta es si la izquierda estará a la altura de ser creativa —y suficientemente poderosa— para usarlas.
En pocas palabras
El diagnóstico está claro: la política no es un concurso de buenas intenciones, sino una lucha por redistribuir poder. Tanto en lo económico como en lo geopolítico, la izquierda enfrenta el mismo desafío: traducir sus principios en estrategias viables que alteren la correlación de fuerzas. Esto no implica renunciar a la paz o la justicia, sino entenderlas como resultados de alianzas concretas, instituciones democratizadas y recursos movilizados. La alternativa no es entre pureza ideológica y pragmatismo, sino entre resignarse a la irrelevancia o construir, paso a paso, el poder necesario para hacer posibles las alternativas. Como muestra la historia, incluso en contextos adversos —del New Deal a la reconstrucción postbélica—, las transformaciones profundas surgieron cuando las ideas encontraron instrumentos políticos capaces de impugnar el statu quo. Hoy, ese instrumento debe ser una coalición transnacional que una justicia social, autonomía estratégica y sostenibilidad. El tiempo de los enunciados ha pasado; es hora de ganar batallas materiales.
Reply